El adolescente se va a dormir una noche y a la mañana siguiente despierta con un cuerpo que no le pertenece, envuelto en sensaciones nunca antes percibidas. Desregulados como estamos todos en la sociedad de consumo, los adolescentes tienen fuerza suficiente para cazar rinocerontes y valentía para internarse en la selva. Sin embargo los tenemos aferrados a sus pupitres, haciéndoles creer que no son capaces, que no pueden adquirir autonomía, que no son mayores de edad, y que deben prolongar la infancia de mandatos y obediencias debidas. El cuerpo y el alma del adolescente puja por volar lo más lejos posible del hogar de los mayores, pero suele quedar atrapado por las convenciones que determinan que hasta los 18 años, eso no se hace. Los jóvenes se encuentran con más fuerza física y sobre todo, con sentimientos opuestos a los de los padres o maestros amados. Si tienen el coraje interno para desafiar a los mayores, la consecuencia va a ser la expulsión -en términos emocionales- del territorio de intercambio afectivo. Y para rematar, los padres aumentaremos el control sobre los actos que pretendan desplegar. Todo pasaje entre la infancia y la adultez requiere pruebas de valentía. A falta de rituales organizados en nuestra moderna sociedad, los jóvenes se calzan la mochila al hombro y salen al bosque, dispuestos a enfrentar ciertos peligros, obstáculos y aventuras que efectivamente tendrán que superar. Todo viaje de iniciación es un adiós al hogar de la infancia, una preparación para medir las capacidades personales de supervivencia y calibrar la autonomía que pueden desplegar a partir de ese momento. Quienes hayan recibido suficiente amparo, sabrán distinguir entre aquello que vale la pena enfrentar y lo que no. En cambio, quienes provengan de historias de descuido o maltrato, caerán en las garras de feroces depredadores, confundiendo arrojo con fragilidad interior.
Laura Gutman.
Texto extraído del libro “La Familia Ilustrada” de Laura Gutman. Edición 2011. Barcelona
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